Duelo en Venezuela por los fallecidos en las protestas y por los últimos vestigios de la democracia
La nación sigue en zozobra mientras entierra a sus muertos y entra en una nueva era de autoritarismo.
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Jeison Gabriel España salió de su casa el 28 de julio para votar por primera —y última— vez en su breve vida.
Un día después de votar en unas elecciones presidenciales que habían unido a millones de venezolanos en un llamado por el cambio, España, de 18 años, fue asesinado a tiros en la calle.
El líder autoritario del país, Nicolás Maduro, se había proclamado vencedor, a pesar de la abrumadora cantidad de evidencia de que el candidato de la oposición había ganado. Luego envió a las fuerzas de seguridad a aplastar a la disidencia.
“¿Por qué me mataron a mi hijo?”, gritó en su funeral la tía de España, quien lo crio.
Ahora, Venezuela está de luto, no solo por las aproximadamente 24 personas fallecidas en medio de manifestaciones violentas, sino también por los últimos jirones de una democracia hecha trizas desde hace mucho tiempo. Los pequeños espacios de resistencia que aún quedaban en el país se desvanecen día a día, si no hora a hora, a medida que Maduro arremete contra un electorado que intentó sacarlo con votos.
Durante años, muchas familias venezolanas separadas por la emigración creyeron que acabarían reuniéndose en una Venezuela mejorada, aunque quizá no totalmente democrática. Tras las elecciones, muchos están sepultando ese sueño.
“Más nunca volvería a Venezuela”, dijo una joven, científica de datos residente en Chile, que pidió que no se publicara su nombre porque su madre y otros familiares permanecen en su país de origen. “Venezuela se convirtió en mi peor pesadilla”.
En Caracas, la capital, la policía está estableciendo puntos de control para registrar los teléfonos en busca de cualquier signo de disidencia. Han aparecido marcas negras en forma de X en las casas de supuestos votantes de la oposición. Las fuerzas de seguridad están deteniendo a ciudadanos de a pie por los más mínimos indicios de protesta.
Antes eran sobre todo los activistas quienes se arriesgaban a ser detenidos. Pero en las últimas semanas han sido detenidas más de 1400 personas, según un grupo de monitoreo, Foro Penal. Muchos son ciudadanos de a pie y más de 100 son menores de 18 años. Las autoridades están anulando los pasaportes de activistas de derechos humanos y otras personas, dejándolas atrapadas en el país. Los periodistas huyen en medio de avisos de que la policía de inteligencia los está persiguiendo.
El sábado, miembros de la Guardia Nacional se llevaron a un sacerdote en el estado de Zulia, frente a su congregación.
Los feligreses cantaban arrodillados, mientras el sacerdote desaparecía de sus vistas.
En el pasado, el gobierno por lo general evitaba arrestar a figuras de la Iglesia.
Los líderes de la oposición, Edmundo González y María Corina Machado, han intentado mantener un mensaje de optimismo. Aunque sus apariciones públicas han sido escasas desde las elecciones, no han sido detenidos.
El sábado, como parte de una concentración mundial en apoyo de su movimiento, cientos de personas se reunieron en Caracas, a pesar del despliegue de miles de efectivos de las fuerzas de seguridad del gobierno por toda la ciudad.
“¡No tenemos miedo!”, gritaron los simpatizantes de la oposición, muchos de ellos mostrando fotocopias de las actas por las máquinas de votación el 28 de julio.
Machado estuvo allí, y dio un discurso desde el techo de una camioneta. Sin embargo, González no hizo acto de presencia. Asistir a ese tipo de manifestaciones conlleva un alto riesgo de detención —para los líderes y los simpatizantes— y no se sabe con certeza cuánto pueden durar estos eventos.
En general, reina la censura.
“¡Libertad!”, se atrevieron a gritar dos personas en el cortejo fúnebre de Olinger Montaño, un barbero de 24 años que murió el mismo día que España.
Otros dolientes los hicieron callar rápidamente. En el cementerio en Caracas, donde la madre de Montaño lloraba sobre su ataúd, nadie pidió justicia ni se aventuró a izar la bandera nacional tricolor.
“Hoy fue él”, dijo un amigo, “y ahora podemos ser nosotros”.
El New York Times asistió a los funerales y revisó los certificados de defunción de cinco jóvenes muertos en las protestas de los días posteriores a las elecciones, y entrevistó a las familias de varios otros. Por su protección, el Times se reserva los nombres de muchas de las personas que han hablado para este artículo.
Maduro ha dudado públicamente de la veracidad de estas muertes. Tarek William Saab, fiscal general y aliado político del presidente, ha dicho que los muertos no son víctimas, sino actores.
“Caen en el piso, le echan salsa de tomate a la persona en el suelo”, dijo en una reciente rueda de prensa, asegurando que el gobierno encontraría y detendría a quien hubiera fingido su muerte.
España, el joven de 18 años, no conocía otro gobierno que el del movimiento socialista que tomó el poder en 1999.
Sus padres murieron cuando era niño y su tía lo acogió. Vivían en una zona pobre de Caracas y carecían de muchas cosas. Pero él no quiso emigrar, como habían hecho millones de venezolanos. Él quiso votar.
Un día después de emitir su voto, España fue con sus vecinos a protestar por primera vez en su vida, dijo su tía. Pero Maduro ya había enviado a las calles a las fuerzas de seguridad y a las pandillas aliadas, llamadas colectivos. Esa noche, la tía de España recibió una llamada: su sobrino había muerto.
Un único disparo en el pecho, rezaba su certificado de defunción. No está claro quién lo mató.
Las elecciones del 28 de julio enfrentaron a Maduro, en el poder desde 2013, contra González, un exdiplomático hasta entonces poco conocido que contaba con el respaldo de una popular líder de la oposición, Machado.
Maduro lleva mucho tiempo celebrando elecciones para dar apariencia de legitimidad a su gobierno, a menudo manipulando el sistema a su favor.
A medida que se acercaba la votación de este año, pocos creían que Maduro cedería el poder, incluso si perdía. Estados Unidos ha ofrecido una recompensa de 15 millones de dólares por información que conduzca a su captura, y la Corte Penal Internacional lo está investigando por crímenes contra la humanidad. Ambas cosas lo hacen vulnerable si abandona el poder.
Aun así, el abrumador apoyo al movimiento González-Machado encendió una llama en muchos de quienes esperaban un milagro. ¿Quizás Maduro cedería y huiría a una nación amiga?
Entonces, tras el cierre de las urnas, Jorge Rodríguez, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela y poderoso aliado de Maduro, apareció en televisión. “No podemos dar resultados”, dijo, sonriendo ampliamente, “pero podemos dar caras”.
El gobierno afirma que Maduro ganó con el 52 por ciento de los votos, pero no ha compartido evidencia que respalde eso. La oposición, que ha recogido actas de más del 80 por ciento de las urnas y las ha publicado en internet, afirma que González ganó con el 67 por ciento de los votos.
La afirmación de la victoria de Maduro ha sido objeto de una condena generalizada; incluso analistas políticos normalmente conservadores han calificado las elecciones como un auténtico robo.
Estados Unidos ha dicho que considera vencedor a González. La Unión Europea y los países vecinos de Venezuela, Colombia y Brasil, se han negado a reconocer a Maduro como vencedor.
Un informe de las Naciones Unidas publicado el martes concluyó que el organismo electoral del país “no cumplió con las medidas básicas de transparencia e integridad que son esenciales para la realización de elecciones creíbles”.
Es poco probable que el Estado responsabilice a alguien por las muertes durante las manifestaciones; crímenes similares en protestas anteriores han quedado impunes.
Dorián Rondón, de 22 años, de Caracas, salió de su casa para protestar el 29 de julio con dos primos y su hermano menor. Alrededor de las 10 p. m., entre gases lacrimógenos y disparos, el grupo perdió de vista a Rondón. Su hermano lo buscó durante gran parte de la noche.
Finalmente, al mediodía del día siguiente, empezó a circular por los mensajes de texto de su comunidad una foto del cuerpo de Rondón tendido entre unos arbustos, aferrado a su mochila.
El certificado de defunción de Rondón decía que había muerto de un disparo que le atravesó el pulmón.
En su funeral, su madre dijo que tenía tanta rabia que apenas podía llorar. Su esperanza ahora, dijo, es escapar de Venezuela con su hijo menor.
El nuevo mandato de Maduro no comienza sino hasta enero, y la oposición, Estados Unidos y los gobiernos de Colombia y Brasil están aprovechando el tiempo para intentar negociar con Maduro.
Entre sus objetivos está convencerlo de que abandone el cargo, llegue a un acuerdo con la oposición para compartir el poder o, como mínimo, acepte unas condiciones más democráticas para las elecciones locales y legislativas del próximo año.
Sin embargo, funcionarios de los tres países han expresado su escepticismo ante la posibilidad de que las negociaciones conduzcan a un cambio.
Un día reciente, lejos de Caracas, en el extremo occidental de Venezuela, un grupo de compañeros de clase sostenía en alto un pequeño ataúd que contenía el cuerpo de Isaías Fuenmayor.
A sus 15 años, Isaías es una de las víctimas más jóvenes de la agitación postelectoral. Ni siquiera tenía edad para votar.
Su madre lloraba de dolor mientras caminaban hacia el cementerio. Dijo que su hijo no había participado en una manifestación. Más bien, dijo, su hijo se había cruzado con manifestantes luego de salir del ensayo de una fiesta de cumpleaños cuando fue asesinado. Su certificado de defunción dice que recibió un disparo en el cuello.
Los amigos y vecinos de Isaías hicieron tres pancartas para acompañar el funeral.
La primera decía: “A Isaías le robaron sus sueños”.
La segunda decía: “Isaías, siempre te recordaremos”.
Y la tercera se atrevía a pedir acción: “Justicia para Isaías”.
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