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OpinionEnsayo invitado

En defensa del humilde frijol

Wilson es escritora gastronómica y autora de ocho libros, entre ellos El primer bocado: Cómo aprendemos a comer.

Este ensayo forma parte de Qué comer en un planeta en llamas, una serie de textos donde se exploran ideas osadas para asegurar nuestro suministro de alimentos. Lee más de este proyecto en esta nota, en inglés, de Eliza Barclay, editora de Opinión sobre el clima.

Ningún político quiere ser el que dé la noticia de que más temprano que tarde, por la salud del planeta, casi todos tendremos que aprender a comer mucha menos carne; varias veces menos carne roja de la que actualmente consume el estadounidense promedio. Esto no se arreglará con unos cuantos lunes sin carne.

Un profundo fatalismo gira en torno a nuestras dietas y, según la sabiduría popular, la única forma de convencer a los carnívoros de que coman menos carne es ofrecerles una alternativa falsa, como la carne cultivada en laboratorio o un sustituto vegano como Beyond Meat.

Sin embargo, nadie nace amando los hot dogs o aborreciendo el brócoli y las nueces de Brasil; nuestras preferencias alimentarias se aprenden. Este hecho conlleva una maravillosa semilla de esperanza: las dietas pueden mejorarse ayudando a la gente a adquirir nuevos gustos. En lo que respecta a la comida, el placer es lo que cambia el mundo, pues pocos se acostumbran a comer cosas que no les gustan.

Pensemos en la diversidad de platillos, desde el pan tostado con aguacate hasta la ensalada de col rizada, que se han incorporado a la corriente dominante estadounidense a pesar de haber sido prácticamente desconocidos hace una generación. A veces me pregunto qué tan desconcertada estaría mi yo más joven, esa que no hacía más que comer Doritos, ante mi yo de mediana edad, que preferiría comer unas magníficas setas asadas o un plato de espárragos rostizados antes que cualquier cosa de McDonald’s. No me malinterpreten; me sigue encantando el pollo asado y las costillas BBQ. Pero no me gustan más que un sedoso sándwich de berenjena o un picante shawarma de coliflor.

¿Qué haría falta para animar a los estadounidenses a adoptar gustos más sostenibles? Decirle a la gente que está mal que disfrute comer queso, dulces o tocino no es la solución. Como el corazón, el estómago sabe lo que le gusta. Un enfoque mucho más productivo sería ayudar a la gente a descubrir nuevas preferencias por algunos de los alimentos que deberían desempeñar un papel más importante en nuestras dietas.

Para muestra, un frijol. Junto con las arvejas, las lentejas y otras legumbres, los frijoles son todo lo que la carne no es en términos de sostenibilidad: son mucho menos sedientos por gramo de proteína que las operaciones que proveen a Estados Unidos de carne de vacuno y de pollo, que consumen enormes cantidades de agua en el proceso; además, son buenos para la calidad del suelo, pues absorben nitrógeno y reducen la necesidad de usar fertilizantes.

Entonces, ¿cómo pueden millones de personas redirigir parte de su amor por la carne hacia los frijoles?

Hace cinco años ayudé a fundar una organización benéfica, TastEd (abreviatura de Taste Education, o “educación del gusto”), para dar a los niños y niñas británicos en edad escolar la oportunidad de experimentar las verduras y frutas en el aula con los cinco sentidos. Es maravilloso ver a comedores remilgosos probar por primera vez las zanahorias o ciruelas, o incluso garbanzos en conserva, y disfrutarlos, emprender el trayecto del miedo a la curiosidad y la alegría que es la esencia de lo que significa ser omnívoro. Sin la capacidad de disfrutar de una gama de sabores diferentes, es difícil imaginar que nuestros antepasados cazadores-recolectores habrían podido prosperar.

Es cierto que comer frijoles (o cereales integrales o verduras de hoja oscura) no ofrece el mismo placer que otros gustos adquiridos, como una cerveza pale ale o un expreso doble. Sin embargo, hay indicios de que una conversión al culto al frijol puede ser casi una experiencia religiosa.

Durante la pandemia, los influentes gastronómicos de las redes sociales pregonaban los placeres del caldo de frijol. El caldo del frijol cocido—que las recetas antiguas insensatamente nos decían que desecháramos— puede ser tan sabroso como el caldo de pollo, sobre todo si se duplica el umami con queso parmesano o miso.

El australiano Paul Newnham, un experto en políticas que ayudó a fundar una campaña llamada Beans Is How (que se traduce a grandes rasgos como “el frijol es la respuesta”), cuyo objetivo es duplicar el consumo mundial de frijol para 2028, ha intentado aprovechar el poder de los restauranteros para influir en las ideas sobre lo que es deseable. El otoño pasado, él y otras personas trabajaron con unos 50 restaurantes de Nueva York y Jersey City para promocionar platos a base de frijol, como el Schelling Bean Stew, un delicado estofado con aroma de cúrcuma y acedera que se sirve en el restaurante neoyorquino Family Meal at Blue Hill. La campaña dijo haber alcanzado al menos cuatro millones de seguidores en Instagram.

Cuando se sirve a la gente un plato de frijoles bien cocidos, aunque sea sencillo, no hace falta mucho para convencerlos de que los frijoles son deliciosos. Un plato de frijoles blancos —cocinados hasta que estén suaves y rociados con aceite, salvia crujiente y ajo— proporciona todo el confort del puré de papa. No se comen por su alto contenido en proteínas sostenibles; se comen porque cada cucharada invita a comer otra.

Steve Sando, fundador de la marca Rancho Gordo que vende frijoles de tonalidades maravillosas, no se limita a comercializar sus productos como alimentos sanos o ecológicos. En lugar de eso, explica, les habla a sus clientes potenciales de lo mágico que resulta “tomar medio kilo de piedras y convertirlas en algo cremoso y delicioso”.

Si el gobierno de EE. UU. quiere tomarse en serio lo de motivar a la gente a comer frijoles, debería ofrecer talleres y videos en línea con formas deliciosas y fáciles de prepararlos. Pensemos en Corea del Sur. En la década de 1980, la Administración de Desarrollo Rural del país, en un esfuerzo por preservar la cocina tradicional y apoyar a los agricultores locales, formó a miles de trabajadores para que dirigieran sesiones mensuales sobre cómo cocinar alimentos tradicionales coreanos como kimchi, arroz al vapor y sopa con verduras estofadas. Parece que ha servido de algo. Los alimentos tradicionales siguen representando una gran parte de la dieta coreana, y los datos de las encuestas sugieren que en 2009 los surcoreanos comían una cantidad similar de verduras a la que se consumía a finales de la década de 1960.

El antropólogo Claude Lévi-Strauss dijo que la comida no solo puede ser buena para comer; también debe ser “buena para pensar”. Para empezar a ver a los frijoles como algo que se antoja, hay que imaginarlos como algo deseable.

Por supuesto, esto no ocurrirá de la noche a la mañana. En 2019, el estadounidense promedio consumía aproximadamente 25 kilos de pollo al año, en comparación con alrededor de 450 gramos de frijoles negros secos, o poco más de un kilo una vez que se cocinan.

Pero hay señales de progreso. La proporción de estadounidenses que consumen garbanzos se ha más que duplicado desde 2003, en parte gracias a la popularidad del hummus, que enseñó a muchos escépticos que esas extrañas bolitas realmente podían convertirse en un sabroso dip. A partir del hummus, solo hace falta un pequeño paso para descubrir la delicia de una chana masala india (que se prepara en un santiamén con una lata de garbanzos y unas cuantas especias) o un cocido madrileño.

Si la industria del frijol quiere vender más su producto, debería plantearse exhibir las variedades con orgullo, en cristal, como un tarro de aceitunas finas. La empresa británica Bold Bean Co. ofrece frascos altos de frijoles gourmet con nombres como Queen Butter Beans, una variedad más voluminosa y sabrosa que la mayoría de los frijoles anchos que se comercializan en el Reino Unido. Como me dijo la fundadora de la empresa, poner los frijoles en un frasco de cristal ayudó a que los compradores vieran sus productos como “premium y deseables”.

También podemos aprender de culturas que ya veneran al frijol, desde la sustanciosa feijoada brasileña hasta el Hoppin’ John de Carolina del Sur o la pasta fazool de los italoestadounidenses. Ibraheem Basir, que vende frijoles cocidos sazonados en bolsitas bajo la marca A Dozen Cousins, me contó que para muchos de sus clientes negros, los frijoles representan una “conexión cultural” con la alimentación sana.

Sí, los frijoles siguen teniendo un bajo perfil en comparación con la carne, entre otras cosas porque la industria del frijol carece de la influencia de la industria cárnica, que invierte millones de dólares en cabildeo. Pero esto podría cambiar. Si alguien te dice que los estadounidenses nunca disfrutarán de los frijoles tanto como de la carne, piensa en algunos de los alimentos que solían ser poco conocidos, como el pesto, el tofu y el gochujang, que han llegado a las mesas estadounidenses en las últimas décadas. Cuantos más alimentos vegetales nuevos aprenda a disfrutar una persona, menos espacio quedará en el plato para las hamburguesas.

Bee Wilson (@KitchenBee) es una autora cuyo libro más reciente es The Secret of Cooking: Recipes for an Easier Life in the Kitchen.

Estilismo de alimentos por Pearl Jones; estilismo de utilería por Maggie DiMarco.

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